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lunes, 31 de octubre de 2011

El viaje

El crujir de mi panza me despertó exaltadamente. Eran cerca de las 9 y un hambre sobrenatural al que creía haberme acostumbrado interrumpió mi sueño de un momento a otro y no pude volver a dormirme.
El rostro de mamá ya hablaba por sí sólo. No fue necesario preguntarle si había para desayunar. Tomé agua para tener algo en la panza aunque a cada rato se me retorcía del dolor.
Unos minutos más tarde, mamá me dijo que Mirtha, la vecina quería que le hiciera una entrega. Mirtha parecía muy buena, su inconfundible imagen de abuela, sus arrugas en el rostro que formaban surcos infinitos, sus profundos ojos celestes y su particular carácter, te obligaban a aceptar cualquier encargo que me pedía, por más lejos que tuviera que ir a llevarlo.
Me cambié, medio mareado o dormido aún. Crucé la sucia calle y Mirtha me lo entregó. “Cuidalo mucho y no lo toques”, me dijo. Le di un beso, ella me prometió la propina en el regreso y eso me aseguraba poder comer algo después de días y calmar a mi revolucionario estómago.
Lo tomé con cuidado, era grande, plano y emitía un aroma inconfundible. Evité mirarlo para no desconcentrarme y emprendí mi viaje hasta Villa Ballester, donde debía dejarlo.
El trayecto era sencillo, me tenía que tomar el 24 hasta Angel Gallardo y de ahí el 127 que me dejaba a una cuadra de la estación de tren de Ballester.
Caminé una cuadra hasta la parada del 24 en Av. de los Patricios tomándolo con mis dos manos y sin mirarlo detenidamente. Era extraño, pero cada cinco pasos sentía una necesidad de mirar y oler, ese aroma podía hipnotizar a cualquiera, te cautivaba y me inspiraba a hacer lo impensado.
Esa cuadra se hizo interminable. Era como un tic nervioso, uno, dos , tres, cuatro, cinco pasos, me detenía miraba y olía. Nada más importaba, ese aroma particular me trasladaba, me perdía completamente. Inmediatamente después, mi conciencia volvía a mí y seguía caminando.
Una vez en la parada del 24 hacía lo imposible para no contemplarlo e intentaba detenerme en cada detalle del paisaje para no sucumbir en su encanto. Ahí descubrí que las veredas de mi barrio estaban realmente sucias, aún cuando hacía poco tiempo el portero del edificio de la esquina había baldeado. Era increíble contemplar la cantidad de tierra y basura que se acumula por el viento de otoño. En esa zona los desechos siempre se acumularon a montones, recordé más tarde.
También me había detenido en la vidriera de un kiosco y me asombré al ver la variedad de alfajores que existen. De chocolate, con azúcar, con dulce de leche, con relleno de fruta, una inmensidad de sabores que bailaban en mi paladar con sólo ver los paquetes de las golosinas. Ese era un hábito que practicaba habitualmente, cuando el hambre doblaba mi ser, me imaginaba los sabores de aquello que quería comer y mágicamente, por un rato, se me pasaba el hambre. Es increíble, pero funciona.
Cuando me quise dar cuenta estaba arriba del 24, sosteniéndolo con mis dos manos, bien firme. El colectivo estaba repleto y el conductor, al que apodé “Meteoro” nos tenía a todos los pasajeros de acá para allá. Me resultó realmente difícil poder mantenerme en pie y evitar que se cayera. Pensaba en las palabras de Mirtha y hacía lo imposible para que no se resbalara de mis manos o que un empujón hiciera que terminara en el piso. “Cuidalo mucho”, me había dicho y, la verdad, no pensé que se me iba a hacer tan difícil. “No hagas enojar a Mirtha que ya sabés lo que pasó la última vez que alguien se cruzó con ella”, me repetía siempre mamá y su frase retumbaba en mí cada vez que inspiraba ese olor hipnotizante o se me escurría de mis manos.
El calor humano, y los múltiples perfumes de quienes iban a trabajar, hacía que su olor no me desconcentrara, lo cual fue gratificante por un rato. A la velocidad en la que nos llevó Meteoro, mi tramo del recorrido en el 24 resultó mucho más rápido.
Llegué a Ángel Gallardo, y caminé las 3 cuadras hasta la parada del 127. Esta vez, no podía aguantar los cinco pasos para detenerme y contemplarlo. Era como si todo el tiempo que lo había podido evitar en el 24 tuviera que recuperarlo ahora. Caminaba dos pasos, y debía detenerme. Uno, dos, me paraba en plena vereda atestada, lo miraba e inspiraba profundamente para poder sentir ese inconfundible aroma que me extasiaba. Era como entrar en otra realidad, una dimensión paralela.
Tarde pero seguro, llegué a la parada del 127. Allí, justo allí, se encontraba una casa de repostería que vende tortas enormes, altísimas. Me paré frente a la vidriera y las contemplé una a una, el hambre una vez más había desaparecido.
Una vez arriba del colectivo, y cuando pude conseguir un asiento vacío para poder sostenerlo con fuerza y evitar que se me cayera, pretendí abrir alguna ventanilla para evitar desconcentrarme de mi camino y hacer una locura por envolverme en su olor.
Me paré, lo dejé en el asiento y con las dos manos intenté abrir la ventanilla, hice mucha fuerza, pero no podía. El dolor de estómago impedía que pudiera tener mucha energía encima. Intenté abrir dos veces y me rendí. Inmediatamente después, sentí como mi pansa se retorcía como nunca en ese día. Un puñal se hundía a la altura de mi ombligo hacia las profundidades de mi cuerpo y por más que me retorciera no se iba. Trataba de pensar en comida, de no pensar y el dolor seguía. Escuché murmullos y un ruido fuerte.
Mi cuerpo yacía en el piso y recuerdo ver a tres señoras grandes que me miraban, con sus penetrantes ojos y comentaban entre ellas.
Me había caído, y lo que debía entregar estaba desparramado por el piso mugriento del colectivo. Intenté armarlo con todas mis fuerzas pero no podía, las piezas no encajaban, se desarmaba de lo fresco que estaba. Por más que lo intentara no se unían las partes.
Un murmullo cada vez más fuerte agobiaba a mis espaldas. Estaba arrodillado en el piso y todas las demás personas me miraban. Fijamente.
A las tres señoras se les sumaba un hombre de traje que comentaba con una chica muy bien vestida. Todas las miradas posaban sobre mí y el objeto que Mirtha me había pedido entregar con cuidado.
Me estaba por dar por vencido, mis manos estaban cubiertas de esa sustancia que emitía un aroma inconfundible y hacía el esfuerzo para no abalanzarme sobre él. Ya nada importaba, todo estaba perdido ¿por qué no entonces?
Dejé de pensar por un momento. Me acordé de muchas cosas, de la cara de mi mamá esa mañana, del pan duro con mate cocido que había comido dos días atrás, de lo que Mirtha le había hecho al último chico que no había cumplido con su pedido y por lo que estuvo tres años en la cárcel. Todo me atormentaba, ¡ese olor! Se introducía en mi cuerpo y llegaba hasta mi cerebro. Mi estómago empezó a crujir con una fuerza que antes no hacía, el dolor me doblaba y mis piernas comenzaron a temblar.
Los murmullos se incrementaban y se convertían en un ruido insoportable.
Me acordé de la policía, la bolsa negra, los gritos de la vecina. Ese horror que ensució al barrio para siempre. “No hagas enojar a Mirtha que ya sabés lo que pasó la última vez que alguien se cruzó con ella”, me repetía mamá siempre y su frase retumbaba en mí cada vez que inspiraba ese olor hipnotizante.
Todo estaba perdido.

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